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Viajar a Marruecos: siente el viaje de tu vida

Viajar a Marruecos significa parar el tiempo. Se paró en algún momento tras la frontera. Coches antiguos, calzadas sin cemento, carreteras sin alquitrán, burros a la espalda… sonrisas gratis, manos que ofrecen ayuda, hospitalidad hermana. Sí, se paró el tiempo. Porque la prisa mata. Eso es lo que aprendí cuando viajé a Marruecos, que todo tiene su momento y que llega si tiene que llegar, insh’Allah.


Cuando viajé por  primera vez a Marruecos no me sentí en tierra extraña. No sé si fue por los cabellos morenos de la mayoría, sus ojos marrones o los autobuses Alsa (20 años más viejos).  También por los azulejos que decoran las paredes, inscripciones que me transportaban a mi Mezquita en Córdoba.  A lo lejos, una Giralda o una Alhambra copiada. No sé si fueron los mercados de especias y aceitunas, la madera pintada de añil, las casas patio, las vespinos que me recordaban las aventuras con mi padre… o porque a ambas riberas del Mediterráneo aún compartimos sangre de hace siglos y eso, eso ni el tiempo lo olvida.

Primera impresión en el zoco

Recuerdo entrar en el laberinto del zoco de la medina de Marrakech. El vértigo y la inquietud me invadieron tras sentir mil ojos sobre mí intentando descifrar que quería comprar, con quien hablaría primero, si sería yo su poulet blanc. Absorta en colores, olores, texturas… nunca mis sentidos habían estado más despiertos a la vez como en aquel mercado, nunca tuve tantas ganas de perderme y de hallarme a la vez. Y a la vuelta de la esquina, uno nos escupe por ofrecer un precio ridículo, primer intento. Otro tendero más allá sonríe cuando intento regatear en árabe, segundo intento. Más tarde, un anciano nos invita al té mientras su nieto nos enseña una y otra y otra y otra alfombra más, tercer intento. Poco después, otro que nos explica por qué somos la presa de todos, y resultó ser él el mayor cazador.

La llamada a la oración en la medina

De repente, una música resuena, unos altavoces al unísono me dejan sin respiración, ¿una sirena, una alarma? ¿Qué es eso que moviliza a tanta gente? De un lado para otro, puertas que se abren y cientos de hombres que acuden a ellas, otros siguen al pie de sus mostradores, el laberinto cobra más vida si cabe, y la música no para. Me detuve, miré a mi alrededor intentando descifrar el misterio. Al cabo de unos segundos respiré tranquila: aquí siguen acudiendo a los templos a la llamada de la oración, eso era y nada más, la oración.

Mezquita en la medina de Marrakech, Marruecos

Me viene al recuerdo una noche silenciosa, vacía, solitaria, a las puertas del desierto de Merzouga. Me desperté súbitamente en la madrugada y sentada en la cama fui consciente de esa quietud, una quietud que asustaba, mientras el lamento de un minarete me encogía el corazón. La oración, otra vez. Por primera vez, fui consciente de la paz que ofrecía, de la llamada al recogimiento y la obligación de estar agradecidos. La llamada a la oración también me la llevé en la maleta de los recuerdos.

Despúes de atravesar 564 km del Gran Atlas, kasbah rojas, decorados de cine y tormentas de arena llegó la recompensa

Aprendiendo a dar gracias

Si decides viajar a Marruecos, debes incluir Erg Chebbi como parada obligatoria en tu viaje. Es el único lugar en el que se pueden disfrutar las dunas, cerca de la frontera con Argelia. Después de atravesar 564 km del Gran Atlas en un autobús Alsa sin cinturones de seguridad, 12 horas de kasbah rojas, decorados de cine, tormentas de arena y dolor de todo, llegó la recompensa. Una luna creciente nos da la bienvenida. Un camello sigue las instrucciones de alguien que nos cuenta cómo se guía por las formas cambiantes de las dunas, y no por las estrellas como cabría esperar. Una suculenta cena, simple pero deliciosa, y una arena sin fin que no me desveló sus secretos hasta el alba. Cinco personas, un fuego que no aguantó mucho y una conversación a medio camino entre todas las lenguas. Ahora sí, empiezo a sentir Marruecos.

Desierto de Erg Chebbi, Marruecos

Gracias a Ali, Said y su familia por grabarme en el alma uno de los momentos más mágicos del viaje, además del perfecto amanecer que se nos brindó en exclusiva. Estábamos solos ante el sol y su desierto, sin nada ni nadie más en la Tierra.

Viajar a Marruecos también es una abuela arrugada frente a un telar, en el patio de una casa de adobe en Hassilabied, o Pozo blanco, aquel pueblito humilde con nombre cordobés, qué gracia. Viajar a Marruecos es una madre que sale a recibirme con un regalo, aún sin conocerme, y que después nos cocinará el mejor couscous que haya probado nunca, plato principal de la gastronomía marroquí. Y una hermana que dedica su tiempo a decorarme las manos con henna. Sólo llego a hacerle entender mi agradecimiento porque el resto de la conversación no es más que una secuencia de sonrisas tímidas. Allí también aprendo a dar gracias, por recibir tanto.

Una tierra tan cercana y lejana

Así recordaré mi viaje a Marruecos, una tierra tan cercana y lejana a la mía, de gentes semejantes si no fuera por los años que nos distancian. Como una casa antigua cuyo olor a menta me resulta familiar, quizás porque en algún momento ya estuve allí o porque su dueño era de aquí. Segura estoy de que nos volveremos a ver, Alhamdulillah.

 


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