El día que (no) guie al Emir de Dubái
Dicen que el mejor antídoto ante la vida es reírse de uno mismo, por eso comparto uno de los días más estrambóticos y tensos de mi vida: el día que guie al Emir de Dubái. Os cuento mi peor día en la oficina. ¿Listo/a para echarte unas risas?
¿Qué pasa cuando recibes el encargo de guiar a un jeque, sin nombre y sin muchos detalles por motivos de seguridad, pero con una condición: ser hombre, o en su defecto, hablar árabe?
Mis dos años y medio de estudio del árabe no era suficiente y con respecto a la preferencia de sexo, me llevo bien con el mío, gracias. Así que, aunque acompañada de un compañero guía, decidí no perderme lo que iba a ser, como mínimo, una jornada interesante. ¿Me acompañas?
El jeque misterioso
Me puse a investigar para saber más de aquel encargo sin rostro. Investigando, por aquellas fechas (2016), había un emir que viajó a Badajoz para comprar una finca. Se trataba de Mohammed ben Rashid Al-Muktum, Vicepresidente y Primer Ministro de los Emiratos Árabes Unidos y Emir de Dubái. ¿Sería él entonces?
Muchos medios de comunicación se hicieron eco de la visita del Emir de Dubái a Badajoz y de su posterior traslado a Sevilla para disfrutar de un raid hípico. Sin embargo, lo que no fue noticia y te voy a contar aquí, fue su escapada no oficial a Córdoba. Y cuando no es oficial, una nunca sabe lo que va a pasar tratándose de un petrodólar.
Llegó el día que no guie al Emir de Dubái
Allí estaba yo, sin protocolo alguno y sin recepción oficial, junto a la torre Calahorra, a orillas del Guadalquivir, con chaqueta y tacones, viendo cómo una cabalgata de quince todoterrenos de lujo blindados se aproximaba. En un abrir y cerrar de ojos, una centena de hombres salieron de aquellos vehículos al unísono y avanzaban hacia nuestra posición. Ilusa. Pasaron por delante de nosotros como si fuéramos invisibles, como si supieran a donde se dirigían…yo los seguía con la mirada, ¿Quién de ellos es el Emir? ¿a quién tengo que dirigirme? Hasta que una voz a unos metros de mi me despertó del ensimismamiento: «¿¿Dónde está el guía?? Go, go, go, go!»
Disculpe, LA guía…esa era yo. ¡Ay! Lo había olvidado en mitad de aquella perpleja farándula. Fui corriendo puente romano abajo hasta llegar a la cabecera de la comitiva, y ahí estaba él. ¿El Emir? No, aún no hemos llegado a él. Y es que como si de una ceremonia en Medina Azahara en tiempos del Califato se tratara, el Emir de Dubai era inalcanzable, inexpugnable como sus alcázares. Había que esperar.
El séquito del Emir
La columna de hombres que conformaban el séquito, su equipo de seguridad privada, el equipo de Policía española que custodiaba al resto, los organizadores, mi compañero guía y yo, ocupábamos todo el ancho y buena parte del puente Romano de Córdoba que cruza sobre el Guadalquivir. Todos avanzábamos a paso lento, hasta que el joven que recibía nuestras explicaciones, al escuchar aquello de “Mezquita-Catedral” se detuvo en seco, se giró hacia nosotros y con una media sonrisa, sentenció: “Vamos a rezar en la gran Mezquita, ¡el Emir va a rezar en la gran Mezquita!”
Él se reía, como el que se le acabara de ocurrir el antojo del día. Yo, no sabía dónde meterme ni lo que me esperaba por ver.
Nos acercábamos al recinto de la Mezquita-Catedral, donde desde un nivel más alto pude, por fin, encontrar al protagonista. En el centro de la marea de hombres en chándal, ahí estaba él. Un hombre de mediana estatura, pelo azabache, con gafas de sol negras y, para no desentonar, en chándal. Sí, a la moda venezolana. Un chándal blanco impoluto diferenciándose del resto. Sonriente, caminaba de forma pausada, disfrutando de la vista que Córdoba le ofrecía, relajado, tranquilo. Como tú y yo de vacaciones.
Bajo la mirada de una multitud de curiosos, entramos al patio del templo, el Patio de los Naranjos, para dirigirnos a la puerta principal o de las Palmas, cerrada entonces para los turistas. Allí empezó la peor visita que he hecho jamás.
La llegada del Deán
Alguien hizo la llamada correspondiente. Tarde. El Emir de Dubái ya estaba en la puerta. Había que abrirle y recibirle personalmente. Así que nos hicieron esperar para poder entrar. Colocaron un cordón de seguridad detrás del amplio grupo que formábamos, y así, enlatados entre aquel cordón rojo y la Puerta de las Palmas, pasaron los 5 minutos más largos del día. Apretados contra el portón, el guardia de seguridad se negaba a abrir la puerta. No hasta que llegara el Deán. Y los turistas hicieron el resto: justo un grupo de emiratíes vislumbraron a su líder. Se dispusieron a sacar sus teléfonos móviles al grito de ¡Mohammad!¡Mohammad! Para que queríamos más…
Y al fin, las puertas se abrieron para un jeque que, tras la espera, iba mudando su gesto, convirtiendo la sonrisa relajada en una leve mueca de contrariedad. Nos adentramos en el bosque de columnas de Abderramán I por su nave central, la que conduce directamente al gran Mihrab de época califal. Anduvimos unos metros más, en los que el Emir, ahora sí, tomó la delantera y lideraba el grupo. Fue entonces cuando vi llegar a un hombre mayor, agitado, con respiración entrecortada por su paso ligero, vestido con sotana. El Deán. Por fin. En un impulso por aliviar a aquel pobre hombre, me adelanté hacia él para acompañarlo hasta el Emir. En esos pocos pasos, alcanzó a preguntarme: “¿Tiene tratamiento real?” “Sí, sí” Me apresuré a contestar, no sin cierto desconcierto. ¿Sabría el Deán quién era aquel petrodólar en chándal?
Un “Welcome” y una pregunta que sentenció la relación entre dos culturas, dos religiones bajo el techo que las acogía, a ambas…
Un apretón de manos. Un “Welcome” y una pregunta que sentenció la relación entre dos culturas, dos religiones bajo el techo que las acoge, a ambas, y que igualmente las separa y recuerda su maltrecha convivencia a lo largo de la Historia: “¿Cuándo fue construido?” El dardo del Emir estaba lanzado. Y menudo dardo. Pensaréis que la pregunta es simple, y ya os adelanto que aquel Emir debía de conocer sobradamente la respuesta. Sin embargo, es una pregunta envenenada dirigida a quien dispone de la propiedad del edificio, adquirida siglos después de su construcción. El debate estaba servido. Me moría por escuchar la respuesta del Deán. No pude. La dichosa respuesta fue tan susurrada que no alcancé a escucharla. Pero quizás tuvo algo que ver con lo que paso a continuación.
Nos encontrábamos ya adentrándonos en la ampliación de Alhaken II, a pocos metros del Mihrab: la joya islámica del monumento. De repente, uno de los encargados de la organización elevó la voz: “¡Nos vamos! El Emir quiere salir. ¿Dónde está la salida?” ¿Cómo? ¿Por qué? ¿No va a ver el Mihrab? ¿Qué ha pasado?
Un par de miradas de aprobación y encaminé la humareda de personas hacia la salida. Un giro inesperado, otro más. Y el Deán desapareció. Cada uno emprendió su camino, el primero hacia su guarida, el segundo hacia la salida. Y lo que parecía haber sido la fotografía de la concordia, de la unión de civilizaciones bajo el edificio que representa a las dos, el apretón de manos entre Oriente y Occidente, se esfumó. Así en 5 minutos. El tiempo que estuvimos en el interior de una de las maravillas del mundo.
Sabor agridulce
El Emir de Dubái se desplazó a Córdoba, en viaje no oficial, solo para visitar lo que había sido la mayor Mezquita del mundo, en la capital dorada del Islam Occidental. Quizás no le gustó que la sotana le diera la bienvenida a una casa que pensó era de los suyos, o que le recordaran que en un tiempo anterior el solar fue cristiano, o que le hicieran esperar…o simplemente, el emir tenía hambre y exigió dirigirse al restaurante para comer 2 horas antes de lo previsto. No seré yo la que adivine qué pasa por la cabeza de un Emir. Solo os diré lo que pasaba por la mía: “Y ahora, ¿Qué se le cuenta a un Emir hambriento y aireado para hacer tiempo?”
¿Qué crees que pudo haber desencadenado su reacción? Si eres guía, seguro que te has visto envuelto en situaciones disparatadas. Cuéntanoslas en redes, en estos tiempos, ¡hacen falta unas risas!
Y recuerda, comparte si te ha gustado, ¡compartir es vivir!